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Zafora
Un hombre de unos 30 años yacía
sentado en el sillón frente al televisor de un pequeño departamento. Llevaba la
barba crecida y dispareja, lo cual denotaba que no era usual que la llevase
así, y la rascaba de cuando en cuando con la mano izquierda. En la derecha,
sostenía una cerveza a la mitad, que de a ratos hacía compañía a sus iguales,
vacías del todo, que se encontraban sobre una mesa auxiliar dónde también se
hallaba el control remoto.
Era de día, se podía advertir por
los pequeños espacios entre el marco de las ventanas y las cortinas cerradas
que dejaban entrar mínimos rayos de luz cada vez que el viento soplaba y las
levantaba. Sin embargo, la única luz constante y visible era la del televisor,
que robaba absolutamente toda la atención de aquél individuo, y lo absorbía de
la realidad hasta el punto de no notar cuando otro hombre, de aproximadamente
la misma edad, entró en el lugar, causando un escándalo cuando empujó varias
latas de conservas y más botellas de cerveza al tratar de abrir la puerta.
-¿Qué no te cansas? – mencionó el
recién llegado, asqueado por el tiradero que había, y por el polvo que si bien
no veía por la oscuridad, su nariz si percibía. – ¡Achu! – Resonó.
El afectado, sólo desvió la mirada
un segundo y tras realizar un rápido escaneo del intruso volvió su vista a la
pantalla.
-Necesitas ayuda… – continuó Diego
luego de recuperarse del estornudo. – Pero no te preocupes, soy tu amigo y no
te dejaré solo, puedes contar conmigo para lo que quieras…
-No quiero nada, ya vete, me
interrumpes – contestó ofuscado Martín, cortando a su compañero. – Ya he tenido
suficientes charlas espirituales, piscólogos y esas cosas… sólo déjame… – dijo
ya con tinte melancólico.
-No lo haré, ya es hora que hables
con alguien de tus problemas – insistió, cerrando los puños hasta el punto de
casi hacerse daño, se sentía impotente. Desde la muerte de Silvia, la novia de
su mejor amigo, hacía cuatro meses, este no había salido de ese estado. Es más,
dudaba que hubiese sobrevivido siquiera un mes sin trabajo o comida. Así que
decidió ayudarlo llevándole víveres y uno que otro psicólogo o psiquiatra para
tratar de conversar con él, pero nada parecía funcionar, él seguía prendido del
recuerdo… de lo que hubiese pasado si… del anhelo… de ese estúpido aparato.
-No – murmuró cortante Martín, sin
dirigirle la mirada, a la vez que llevaba el último sorbo, que quedaba en la
botella de cerveza, a sus labios.
-¡Maldito sea el día en que
inventaron esa estupidez! – Explotó finalmente Diego. No lo aguantaba más.
Había sido paciente esos últimos meses, pero no podía seguir así.
Impulsivo, se dirigió a la ventana
y haló las cortinas para dejar entrar luz, que no había penetrado en el
establecimiento desde hacía meses. Esta, dejó al descubierto el demacrado
departamento, completamente sucio, dónde denotaba que nadie había pasado ni una
franela por encima de una mesa. Y luego, viró su mirada hasta toparse con su
demacrado dueño, cuyo aspecto descubierto y descuidado era sólo la punta del
iceberg de su ahora descubierta y descuidada alma, que pedía a gritos ayuda.
Casi de inmediato, Martín dejó
escapar algunas lágrimas, que no había dejado salir desde el día de su fatídica
pérdida. Ese día en que dejó de ser él mismo, y empezó a vivir como un
espectador de lo que había pensado era su vida, pero no era más que su
perdición, un túnel de melancolía sin fin.
Fue entonces que Diego se acercó a
él y, tras agacharse hasta quedar sentado en el suelo, le dio el abrazo que
desde hacía tanto tiempo había necesitado, mientras miraba a los ojos a su
amigo, en la pantalla del televisor. Un Martín que no era su Martín, que estaba
feliz y vivía junto a Silvia, otra Silvia, otra vida, en otro sistema de otro
universo. Un universo paralelo, diferente a todos los otros, de todos los demás
canales de ese perturbador aparato llamado Zafora TV 2200, satélite multiuniverso
, lo último en entretenimiento.
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