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La decisión


–¡Estás acabado! –Gritó ásperamente.

Llevaban ya más de 10 minutos en esa situación. Él no podía evitar llorar, le había pedido perdón de todas las formas posibles, pero ella seguía encarándolo y amenazándolo.

–Por favor… perdóname… no fue mi intensión… –Replicó entre lamentos arrojándose al suelo, pero lo único que recibió fue una mirada desabrida.  Dentro de poco, todo terminaría.

De pronto, la puerta de aquél departamento se abrió estruendosamente y varios hombres irrumpieron el lugar, amordazaron al individuo, y se lo llevaron junto con sus lamentos y esperanzas. Ese sería el último intento de aquél sujeto por escapar del desdichado destino que le esperaba desde hacía tiempo.

<< ¡Te amaré por siempre! >> escuchó Alejandra, a lo lejos.

–Yo no. –Susurró para sí misma, luego de quedarse sola en aquel inmueble frío como su ahora férreo corazón. Todo había acabado.

Luego, sonrió triunfadora a la vez que un caudal de lágrimas abandonaba sus ojos. Cubrió las magulladuras de su pálido y níveo rostro con un par de lentes de sol mientras recobraba la compostura, y se dirigió a la comisaría más cercana. Estaría esperándola su abogado.

Wendigo

Levantó la cabeza y miró en derredor por si algo le parecía familiar. No vio nada, así que sin levantarse aún, de la musgosa roca que sostenía su peso de cuclillas a orillas del río, tomó un poco más de agua y enjuagó su nada limpia cantimplora. Luego, procedió a llenarla del vital líquido, del que había carecido desde hacía horas.

Respiró hondo, y se fue hacia atrás hasta chocar contra el suelo, estiró las piernas y miró el cielo. Era azul, un azul intenso enmarcado por el verde follaje del lugar, algo que jamás podría ver desde la azotea de su hogar en Nueva York.

Seguidamente, reparó en su lamentable estado, necesitaba descansar y lo sabía, llevaba perdido cuatro días, en medio de esa maraña, rodeado de viejos y caprichosos árboles que habían decidido crecer en un terreno hostil como lo era ese suelo; compitiendo por luz, agua, espacio y altura para sobrevivir, y destacar más allá de todos. Sin embargo, aunque competitivos, eran gigantes discretos que guardaban secretos inmortalizados desde antiguos tiempos, ahí dónde el hombre no ha reclamado su soberanía aún.

Por esas tierras vírgenes, no había encontrado señales de civilización en todo ese tiempo. Aunque debía aceptar que eran unos lares hermosos, con una belleza tan peligrosa que hasta el más fuerte podría sucumbir ante ella.

<< Tal vez, si descanso un poco ahora, tendré fuerzas para pasar una noche más en vela>> pensó el exhausto excursionista, frotando sus ojos y mirando el espectacular territorio con el que había dado.

Pronto, empezó a oscurecer, y consecuentemente desistió de la idea de una siesta y se puso alerta. Empezaba a refrescar, y la brisa, presagio del anochecer y de la época otoñal en la que se encontraba, acarició su rostro produciendo un leve escalofrío. En vista de lo cual, tomó su mochila y empezó la búsqueda de un lugar para dormir.

Empezó a caminar sin rumbo fijo, lo único que necesitaba era un lugar que lo protegiera de los animales, no pensaba dormir hasta sentirse a salvo. Necesitaba hallar algún viejo y grueso tronco con ramas bajas para poder subir y no ser la cena de osos hambrientos, o en el peor de los casos, de los lobos. Ese bosque era conocido por albergar animales peligrosos más grandes y fuertes que él.

A medio camino no pudo evitar voltear agitado, había sentido ramas quebrarse cerca, así que se puso en guardia sacando un bastón de escalador que llevaba siempre durante excursiones.

<<Walter… acá estoy… ven, apúrate>> escuchó provenir de la bruma que se dispersaba entre los árboles por el frío anochecer. De inmediato, al oír su nombre, empezó a caminar en esa dirección tras dar un largo respiro. ¿Alguien lo habría encontrado? ¿Lo estarían buscando?

<<Walter, te estoy esperando>> oyó de nuevo, tan sutil como un largo silbido del viento que también se colaba dentro de su ropa y le daba cada vez más frío.

Siguió buscando a quién lo llamaba sin resultados. Iba de un lugar a otro revisando el paisaje con la vista, sin saber si ya había pasado por aquél lugar o no aún. Empezó a agitarse, al escuchar ser nombrado por esa voz, sutil, de mujer. No encontraba a nadie.

–¡Hola! ¿Hay alguien aquí? –gritó exasperado mientras jadeaba agarrado de un árbol para no caerse. El terreno era irregular y, sumado a su creciente cansancio y a la leve infección que llevaba en una herida que se había hecho en la rodilla el día anterior, se le hacía muy dificultoso desplazarse.

Rápidamente terminó de anochecer. Walter seguía andando sujetándose de los árboles cómo si se le fuese la vida en ello. Se sentía mareado, hambriento, y especialmente cansado, como nunca en la vida.

Las ventiscas de aire frío empezaron a ser más frecuentes y le calaban los huesos. No obstante, de la misma forma, parecían pequeñas caricias que lo adormecían. Tal vez empezaba a sufrir de hipotermia, pensó antes de parar exhausto.

A continuación, la vista se le nubló y fue perdiendo fuerzas hasta caer de rodillas, lo que hizo que soltase un leve gemido de dolor por haberse apoyado en la herida infectada. Luego, mientras las pocas fuerzas que aún tenía no lo abandonaban, se dio vuelta sobre el denso humus que cubría en suelo boreal, y se apoyó en el último árbol que hacía un rato le había servido de soporte.

<<Tal vez… debí haber tomado el tour… con el resto del grupo… del hotel>> murmuró dificultosamente por la falta de oxigeno en sus pulmones por la altura y el frío, con un tinte de tristeza en la voz y una sonrisa melancólica en los labios.

Lo último que vio esa noche, fue una esbelta criatura de finos cabellos blancos. Era casi raquítica. Poseía manos delicadas y dedos finos que terminaban en garras largas y afiladas, las piernas iban hacia atrás como las de un minotauro y era sustancialmente más alta que él. Esta, salió de entre la niebla zigzagueando entre los troncos casi en un gracioso baile, con un cuidado digno de un cirujano, y paró ante su presencia.

Sin embargo, Walter no pudo evitar verla a los ojos, una vez la sorprendente criatura se agachó hasta su altura dónde pudo sentir su fuerte respiración helada, casi refrescante.

Pronto, posó su mirada en la suya. Esos ojos solo podían pertenecer a una persona, tenía una expresión casi humana.

Tal vez, el joven fotógrafo, hubiese reparado más en la enorme figura si hubiese podido ver correctamente, o tal vez hubiese notado que empezaba a llover, pero solo atinó a encontrar su mirada y a decir en un murmullo apenas audible –¿Eres un ángel? –ya con la totalidad de su visión cubierta por un manto más negro que el cielo aquella noche sin luna ni estrellas.

–No me insultes. –Contestó con una voz suave, el Wendigo, con una mueca en el rostro de preocupación que no pudo esconder, al sostener a su compañero entre sus brazos una vez este cayó en la inconsciencia.

 
El Wendigo es una leyenda de las tribus que habitan los bosques boreales del Norte de EE.UU. y parte de Canadá. Se dice que este llama por su nombre a los viajeros de paso y hace que se adentren en el bosque. Una vez se pierden, nadie los vuelve a ver jamás.

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