Eran cerca de las 11 de la mañana y
un hombre de unos 25 años caminaba despreocupado, entre los butacones de la
piscina del tan célebre hotel dónde se encontraba. Llevaba consigo unos lentes
oscuros con una visible “G” al costado derecho, que denotaba la marca. También,
portaba un traje de baño azul marino que contrastaba con su marcado torso
apenas bronceado y hacía juego con la toalla de igual color. Se notaba a leguas
que se cuidaba copiosamente. La tersa piel de su pecho, para los allí
presentes, debía tratarse de algún método dermatológico de los caros. Seguro un
tratamiento nuevo que las estrellas de Hollywood usaban.
Sin embargo, todos sus cuidados
dejaron de interesar en el momento en que se sentó en una poltrona, luego de
registrar con la mirada todo el lugar en un quisquilloso engreimiento. Se había
percatado de la presencia de alguien en particular.
Por allá lejos, sentada al borde de
la piscina, había una joven de traje de baño en color rojo adornada por un
sobrero de ala, que luego dejó junto a su bolso de playa para empezar a subir
la escalera del trampolín más alto. El joven continuó mirándola sin
detenimiento, e instantáneamente, todo lo que había a su alrededor dejó de
existir.
Aquella chica tenía algo en
particular que indudablemente llamaba su atención de una forma sin igual.
Llevaba el cabello suelto y lacio por encima de los hombros, castaño claro, que
la hacía ver sumamente tierna; hasta infantil. Sin embargo, su cuerpo
contorneado y firme revelaba que era una mujer adulta, más aún su ligera y
educada forma de expresarse en lenguaje corporal, que encantaría desde al más
pordiosero hasta cualquier emperador dondequiera que estuviese.
Caminaba graciosamente cual gacela
al borde de un estanque silvestre internado en el oasis de una sabana, dónde se
es libre aunque cauteloso. No obstante, a diferencia de cualquier otra mujer a
kilómetros a la redonda, esta parecía ser ella misma, mientras su más reciente
admirador la observaba reír con un grupo de amigas que disforzadas a más no
poder se habían echado a tomar sol en las narices de un grupo de chicos aparentemente
adinerados.
Sin embargo, mientras sus amigas
trataban de enganchar a alguno de esos sujetos en su red de modales tan
efímeros como la vida de un mosquito, la tímida y tierna gacela subía uno tras
otro los peldaños del trampolín, en un acto aventurero tan dulce que haría
suspirar a un cocodrilo.
Finalmente, llegó a la cima. Se
podían apreciar sus hermosos ojos avellana supervisando el área entera como en
busca de algo. Tal vez de sus alas, porque era un ángel. Además, mientras
caminaba hacia la parte más flexible que apenas se curvaba al paso, por la
ligereza de aquél frágil organismo, se podían apreciar los gráciles contornos
que daban los músculos de brazos y piernas al cuerpo de la joven, modelando una
figura tan perfecta que dudaba que alguien jamás fuese a verse tan bien como
ella.
Balanceando sus brazos hacia
adelante y atrás, fue saltando como si se tratase de una bailarina, hasta que
cayó irremediablemente dando una pirueta en el aire y aterrizó con un clavado
perfecto en el agua, para no volver a verla salir jamás.
Justo en el momento en que la joven
tocó el agua, al chico del traje de baño azul, se le acercó el personal de
servicio del hotel.
-Señor, por favor, ¿podría darme su
nombre y su número de habitación? Es necesario para agregar su reciente consumo
en la cuenta. – Preguntó un mozo, vestido con un uniforme impecable y pajarita.
-Mi número de habitación es el 408.
– Masculló serio y nada agraciado por el desventurado momento en que decidieron
interrumpirle, todo lo contrario a lo que había aparentado desde el momento en
que entró al hotel.
-Disculpe señor, – impugnó el
mesero sumamente educado, mirando una Tablet que llevaba consigo con toda la
información de los huéspedes, y que llevaban igualmente todos los meseros – en
la habitación 408 se hospedan 2 señoras inglesas desde hace una semana, y para
su partida falta una semana más.
-Pero que cosa más extraña, debe
haber un error. – Refutó cruzado de brazos y mirándolo a los ojos en
descontento.
-¿Me permite sino su tarjeta de
habitación para solucionar el imprevisto? – Volvió a solicitar.
No pudo hacer nada más que
encogerse de hombros. Trató de buscar a la chica que le había robado el aliento
a lo lejos, nuevamente, pero no la encontró. Menos, cuando dos hombres de
seguridad vestidos de negro vinieron a buscarlo.
-Buen intento Juanito, pero para la
próxima hazte un trasplante de cara, porque nosotros ya te conocemos. No es la
primera vez que te metes sin más e intentas, para colmo, pedir a cuenta. Cuando
aprenderás ladronzuelo… – Dijo uno de ellos mientras se lo llevaban a la
salida. Y si no fuese porque la madre del muchacho trabajaba en dicho lugar
como mucama, lo habrían llevado a la comisaría sin más.
Cansado de papelones, Juan se soltó
y salió caminando del establecimiento por su cuenta, no sin antes sacarse los
lentes de sol para darle una limpiada a las lunas. Se suponía que ese modelo de
gafas no se empañaba con el sudor, pero él las había comprado a un supuesto
contrabandista hacía dos días con el dinero que su exánime madre le había dado
para los pasajes de la universidad de todo el ciclo, y que ella se había ganado
con el sudor de su frente.
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