Tenía algunas lágrimas escurriendo
por mi rostro, todas las máscaras se me habían caído. Estaba indefensa, sin
muro ni coraza dónde resguardarme y todo era su culpa. Por un momento me sentí
sumamente enfadada, había descubierto el verdadero rostro de su verdugo, mi
rostro, y estaba haciéndome dudar mientras levantaba el arma hacia él:
temblaba. Los últimos años pasaban por mi mente aceleradamente, en cinco
segundos había revivido todo aquello que había parecido una eternidad a su
tiempo, ese momento lo decidía todo. Tenía tantas cosas pasándome por la cabeza
que no estoy segura cómo; hizo tal movimiento que cualquier idea que hubiese
estado formulando perdió toda noción. Cuando desperté de la ensoñación,
yacía entre sus brazos y me apretaba fuertemente contra su pecho. No me moví,
estaba en blanco y mi cuerpo no respondía.
Ya no tenía ganas de pelear ni
discutir, no tenía fuerzas para seguir en esa guerra que una vez iniciamos hace
mucho, simplemente estaba entregada; mi vida careció sentido y me sentí vacía.
No porque me faltasen emociones, de esas desgraciadas tenía de sobra, sino
porque no podía creer que mi corazón me hubiese traicionado de esa forma. Cada
vez latía más rápido.
Se sentía tan bien el contacto
entre nuestros cuerpos que ni bien mis piernas empezaron a fallar al perder
fuerza, traté de resistir con tal de no abandonar esa calidez que me acogía,
esa que me daba protección y que se sentía mejor que cualquier mecanismo de
autodefensa que hubiese usado jamás. Sin embargo, fracasé trágicamente en el
intento de quedarme erguida.
Lo primero que cayó al suelo
metálico de dicha habitación fue mi MK23, provocando un estruendo que resonó
por doquier alertando a mi acompañante lo que se venía. Pasaron unos segundos
en los que estuve de pie con los ojos cerrados; de esa manera cualquier
contacto, su acompasada respiración sobre mi cabello y la estrechez entre
nuestros cuerpos se hacían más ostensibles ante mis sentidos; que a cada minuto
iban aturdiéndose más. Finalmente, trastabillé y me sujetó más fuerte para no dejarme
caer y, poco a poco fue resbalándose conmigo contra la pared hasta quedar
sentado en el suelo y con la espalda apoyada en el frío concreto, que lo hizo
sentir un escalofrío recorrerle la espina dorsal, mientras me acomodaba entre
sus piernas y apoyaba mi cabeza entre su hombro derecho y su cuello.
Con mis últimas fuerzas voltee
ligeramente a mirarlo y vi cristalinas lágrimas, tan puras como su alma jamás
será, surcando ese masculino rostro en el que nunca presencié debilidad. Esos
grandes ojos avellana me miraban preocupados, con sorpresa, intentando
descifrar el por qué de mis acciones, por qué me había dejado alcanzar. Pero no
era una pregunta sencilla, yo tampoco lo sabía, así que no era la más indicada
en responder.
–Sabes… –pronunció con voz quebradiza
–que te podrás bien ¿cierto?
Sonreí. Después de todo, el agente
Alfaro poseía una ingenuidad digna de un niño, pero una actitud y una máscara
digna de un asesino; como yo. Sin embargo, por esa única vez nos dejábamos ver
como lo que éramos en realidad: seres humanos frágiles.
–Descui… da, estaré bien –dije
dificultosamente con los ojos cerrados. Ver esos grandes ojos mirarme con tal
tristeza me estaba haciendo daño. No quería verlos más, me hipnotizaban y me
aterraba la posibilidad de no volver a verlos jamás. Siempre me gustaron, y
mucho, aunque nunca se lo dije y probablemente nunca se lo diré.
–¿Preocupado por una ladrona, señor
cara dura? –lancé sin recelo y esforzándome por sonar lo más consiente posible.
Después de todo, no se le puede pedir a una mujer moribunda que sea cuerda del
todo. Pensé que imaginaría que estaba volviéndome loca por la pérdida de
sangre. Sin embargo, cuando entreabrí los ojos él me veía con su típica sonrisa
torcida, una dedicada sólo a mí, aunque su mirada seguía húmeda pero algo
mejor.
Pronto, se escuchó una tercera voz
algo distorsionada, tosca, e inundada de interferencia. –Señor, ¿se encuentra
bien? Permiso para entrar con todo el escuadrón, señor.
Ladeó la cabeza antes de sacarse el
trasmisor del cinturón removiéndose un poco, algo que me incomodó y se lo hice
saber con un leve quejido involuntario. La adrenalina de tenerlo tan cerca por
primera vez estaba desapareciendo, y con eso reaparecía el dolor, uno muy
intenso, como pocos que he sentido.
Luego, se dignó en contestarle a su
escuadrón. –Negativo, el sujeto escapó, se dirige corriendo al nor-este. Al
parecer, a un parque de diversiones, nos encontramos ahí.
Impresionada por el despliegue
inventivo por salvarme el pellejo me di la vuelta muy adolorida hasta quedar de
frente, aún sentada sobre el suelo, y lo miré. Se encontraba más relajado que
antes ya que de seguro no me veía tan terrible como hacía un rato, aunque mi
garganta se sentía áspera de lo seca que estaba y, me encontraba muy mareada.
–Gracias –dije tratando de respirar
hondo; pero el dolor de la herida, que me dejó la bala, me hizo contraerme y
sujetar el costado derecho de mi abdomen.
–Será mejor que… –susurró
instintivamente, mientras tomaba mi mentón y levantaba mi cabeza hacia arriba
tratando de ver la expresión que llevaba en el rostro. Seguidamente, tras
percibir que no me movía a causa del malestar, me acostó en el gélido suelo e
intentó examinar la herida; que era poco visible por el traje ajustado y la
indumentaria. De modo que, se deshizo de mi cinturón, de parte de mi equipo y
empezó a buscar algo entre sus cosas.
–Descuida, estaré bien, he tenido
peores. –Manifesté pausadamente, anunciando que había recobrando un poco el
sentido. –Y por cierto, vaya pedazo de puntería, has mejorado mucho. Nunca
imaginé que me fueses a dar tan fácilmente.
Dejó lo que estaba haciendo y quedó
meditabundo. «¿Pero qué diablos…» Luego, se acercó a mí con pinta de
enojado, se le había ido toda la sangre a la cabeza, estaba con el rostro rojo,
y me sujetó de los hombros temblando.
Me asusté. «Es mi fin, lo he
hecho recobrar la cordura.»
Pensé que al fin había caído en
cuenta que luego de perseguir a una espía empresarial, una ladrona, por más de
un año y tenerla a su merced, le estaba perdonando la vida. Cerré los ojos, y
esperé el disparo. Debía aceptarlo, así iba a acabar todo, ya no podía escapar,
ya no quería esa vida para la que fui entrenada. Aunque, era demasiado tarde
para arrepentirse. Una lágrima, casi imperceptible, se escurrió por uno de mis
ojos y cerré la vista más fuerte, no me arrepentía de no haberlo matado cuando
podía.
Pronto, sentí una suave textura
presionar mis labios y abrí los ojos como platos. Era él, sollozaba levemente y
sujetaba suavemente mi rostro con ambas manos. Estupefacta, lo rodee con ambos
brazos y le devolví el beso. Fue exquisito, apasionado, desesperado, lleno de
un fuego en el que nos fundimos ni bien nos tocamos. Ambos habíamos estado
esperando ese momento, aunque probablemente nos arrepentiríamos luego. Sin
embargo, todo el mundo desapareció ni bien nos acercamos. Sólo existíamos los
dos, y nos reclamábamos como dos viejos amantes divididos por dos fuerzas
imposibles que nos obligaban a estar apartados por siempre.
–No quise herirte… –sostuvo con voz
apagada cuando apenas nos separamos y acarició mi rostro, cuidadoso, como si de
cristal se tratase.
Esa herida, que atentaba contra mi
vida, había valido cada espasmo de dolor, cada sollozo, cada lágrima. Pensé que
podía morir tranquila, y podría dar todo lo que me quedaba de aliento con tal
de tener cinco minutos más.
Sin embargo, el transmisor volvió a
interrumpir nuestros primeros y probablemente últimos minutos juntos. –Señor,
el área está limpia. ¿Dónde se encuentra?
Me miró suplicante, se separó un
poco de mí y contestó. –Cerca del área haciendo un reconocimiento. Cambio y
fuera.
Entendí lo que eso significaba,
nuestro marcador estaba en cero y debíamos marchar. –Será mejor que te vayas,
te meterás en problemas. –Hablé sentándome contra la pared, tratando de acallar
las fuertes punzadas dolor que me reclamaban por haberme movido. Cuando
cesaron, le di un vistazo; su ropa estaba llena de sangre, mi sangre.
Probablemente no se había percatado aún, pero era peligroso, lo delataba.
–No te dejaré –respondió apretando
los dientes en signo de ira y cerrando los puños hasta volver sus nudillos casi
blancos.
–Debes hacerlo, es necesario. Vete.
–Formulé cortante. No quería, pero sabía que su unidad venía en camino, el
transmisor contaba con un rastreador.
-No lo haré –se emberrinchó.
Se podían escuchar pasos en la
entrada de la fábrica abandonada, también motores probablemente de vehículos,
lo estaban buscando. –¡Fuera! ¡Largo! –Le grité mientras se acercaba a mí. Ya
no había tiempo de explicar nada, si me ayudaba nos encontrarían tarde o
temprano, quien sabe cuantos rastreadores más llevaba encima.
–¡NO! –Bramó, mientras intentaba
levantarme del suelo resbaladizo por el líquido vital que seguía manando de mi
cuerpo, escapándoseme como la vida y, que hacía que a cada alarido sintiese vértigo.
Pronto, se sintió un segundo
disparo seguido por el eco que hizo y, seguido por el trote con botas de al
menos una docena de agentes entrando a la fábrica.
Antes que me lograse parar del todo
apoyándome en él, tomé una de las armas de mi cinturón, la más cercana, y sin
pensarlo dos veces halé el gatillo.
Respiré hondo y cerré los ojos,
como queriendo ignorar lo que acababa de hacer, aunque era casi innecesario
dado que mi visión se empezaba a hacer borrosa. Inmediatamente, presioné el
botón de rescate de mi cinturón y, en menos de cinco segundos llegaron en mi
ayuda dos sujetos disfrazados de policía; me tomaron entre los dos antes que
llegasen las autoridades y, a rastras me introdujeron por un buzón que llevaba
a un camino subterráneo que tenía la fábrica y que desembocaba en un parque
cercano. Una van con insignias policiales nos esperaba; nadie nos notó, como de
costumbre.
Sin embargo, aunque a salvo, no
podía quitarme de la mente la imagen de Leovato de rodillas apretándose el
brazo ensangrentado y mirándome estupefacto. Como tampoco podía quitarme de la
mente lo último que le dije ni el sordo sonido del disparo.
Erguida y con aires de suficiencia
me volví hacia él, que sostenía su brazo y se inclinó retorciéndose hasta que
su frente chocó contra el suelo. A continuación, se levantó apenas y me miró
con ojos de dolor.
–Ahora tienes la coartada perfecta,
estamos a mano. La próxima vez mátame. –Sentencié, y me adentré en la penumbra
de la poco iluminada estancia, apoyándome contra la pared y sin mirar atrás.
Pronto llegaron por mí.
Al recordarlo, unas últimas
lágrimas se entremezclaron con mi cabellera mientras era echada en una camilla
y me suministraban un gas anestésico, para acallar el dolor, que me dejó muy
adormilada; casi no sentía mi cuerpo. Sin embargo, las heridas no eran nada en
comparación con el dolor que realmente me aquejaba. Me dolía en el alma, como
si la bala que me atravesó hubiese dado en ella y ahora estuviese desangrándose
hasta morir irremediablemente. Mi mal, esta vez, no tenía cura.
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