Recuerdo ese día que me levanté
feliz. Nada me dolía, nada me molestaba, nada me irritaba… nada de nada. Salté
fuera de la cama y me fijé, en el reloj de pared que estaba al costado de la
puerta, si era tarde. Eran las 7am. Nada mal.
Bajé las escaleras corriendo a ver
si el perro había meado la sala de noche, tampoco había sucedido. Luego, abrí
el refrigerador a ver si había comida. De inmediato, rememoré que la noche anterior
había hecho compras.
Recordé a Carolina, la mujer con la
que me había ido a la cama, luego de las compras y de esperar que terminase su
turno. Vaya cajera de supermercado simpática. Pero se había ido, me había
dejado. Me había levantado más sólo que una aceituna olvidada luego de una
cosecha.
Pronto, quedé más tranquilo y cerré
la refrigeradora, sólo para encontrarme con una nota suya con su teléfono
inscrito. Sonreí de lado. Un momento, no lo podía creer, luego de tanto tiempo
sin sonreír…
Empecé a desesperarme.
Hasta yo, que sólo creo en mí, le
rogué a quién sea que esté ahí arriba o abajo, o dónde sea, que por favor me
devolviese mi melancolía: “¡porque así no se puede trabajar, lo he intentado
antes y lo único que escribo son clichés y retellings! ¡Verga! Soy un escritor
serio, ¿qué se supone que haga? ¿un cuento de Ponis? ¡No puedo estar feliz!”
Casi al instante; una vocecita
interior, tragicómica, me respondió: “está bien… te la devolveré si así eres
feliz…”
La melancolía
es la felicidad de estar triste – Victor Hugo
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