“Tras la
lluvia la tierra se endurece” — Proverbio Chino
Música para
acompañar la lectura:
Caminé sin rumbo unas cuantas
calles, no había gente, parecía un pueblo abandonado. Al parecer, el fin de
semana largo había hecho que todos huyesen lo más lejos posible de sus
trabajos, como huyendo de vidas que no los hacían felices a cambio de una o dos
semanas de olvido al año, vaya tragedia.
Alcé la cabeza, el cielo era gris y
el verdugo de los domingos de playa se aproximaba sigiloso, sonreí melancólica.
Caminé un poco más por una calle
empedrada hasta oír un trueno, por lo menos había logrado sacarme de la cabeza
por unos segundos ese dolor insoportable que no me dejaba dormir, tampoco
respirar. Los días anteriores había tenido que realmente esforzarme por no
hiperventilar y, aunque padeciera un mal físico que se asemejaba mucho al asma
o a esas enfermedades virales molestas que te llenan de ojeras, yo sabía
perfectamente que todo tenía un origen interior… por así decirlo.
Respiré hondo y cerré los ojos,
cuando de pronto la primera fila de gotas se precipitó hacia mi rostro y cuerpo
haciendo vibrar cada centímetro de piel desnuda. No me cubrí ni me fui a
resguardar, suficiente de eso ya había tenido toda la vida. A cambio,
enfrentándolas, sentí las gotas chocar de a millones contra la dura roca del
suelo y contra mi cuerpo, despedazándose, dando todo de sí.
Para cuando abrí los ojos el
panorama había cambiado; una fina capa de agua, que no había llegado a la
canaleta aún, cubría el suelo y tenía toda la ropa empapada pegada al cuerpo al
igual que mi cabello. A continuación, me arrodillé y contemplé las gotas
cercanas caer y fusionarse hermosamente con las que ya habían caído, formando
charcos. A ellas no les daba miedo la muerte ni les importaba hacer todo
perfectamente, ser todas iguales o caer con la misma intensidad: tan solo
existían y ya. Tenían claramente una utilidad y un fin que distaba de
confortarme… pero lo hicieron, fueron como anestesia para el alma.
Extrañamente, dejé de sentir esa presión característica en el pecho, de los
últimos días, como si finalmente me hubiese empezado a perdonar y las heridas
que yo misma abrí empezasen a cerrar de a poco. Quería vivir… vivir y ya,
encontrar una nueva razón para despertar emocionada todas las mañanas aunque no
fuese la que yo había creído que sería siempre. Necesitaba encontrarle un nuevo
sentido a mi existir que fuese como una gota de lluvia: simple, bella y mágica.
Distraída, luego de seguir
meditándolo, desperté del trance al dejar de sentir a mis salvadoras caer, no
sabía cuanto tiempo había pasado ni me importaba, pero aparentemente era de día
aún porque había algo de luz. Ahora el aire olía a tierra mojada, olor a una
hermosa muerte que da vida a su paso, la vida en todo su esplendor. Tiré
mi cabeza hacia atrás y volví a mirar hacia arriba y, esta vez con una pequeña
chispa de esperanza que amenazaba con incendiarme toda, vi el cielo azul
despejarse al fin.
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